viernes, 5 de febrero de 2010

Odios y pasiones

Hace unos días pasé un fin de semana en Zaragoza, ciudad a la que por diversos motivos, me unen prácticamente todos los vínculos emocionales posibles. Ese fin de semana tuve oportunidad de vivir en mi persona los amores y los odios que algunas personas suscitamos(ais) en el mundo.
Iba yo paseando por la calle una noche cuando de pronto, en el momento en el que adelantábamos a una pareja a la altura de un bar, se oye la voz del hombre que dice: “tenían que morirse todos, empezando por Guardiola”. Imposible describir la cantidad de emociones adversas que acudieron en tropel a mi mente. Intenté respirar hondo y giré mi cabeza con toda la virulencia que mis cervicales me permitieron, me dirigí a él y le dije “muchas gracias, hombre, y yo la segunda… pues muy a su pesar, también hay culés en Zaragoza, que lo sepa”. Obviamente se refería al resultado futbolístico que acababa de ver en la televisión de un bar, al pasar por delante de él, y era obvio que el Barça iba ganando y era evidente también, que esa persona era de un equipo que no era el barcelonés, pero me pareció algo excesiva la expresión, máxime cuando no estaba en el fragor de ninguna pelea futbolística.
Pero es que al día siguiente me ocurrió prácticamente lo contrario.
Cuando me dirigía a la estación a coger el tren, me di cuenta de que llegaba algo justa de tiempo y aunque seguro que hubiera llegado, soy un poco ‘agonías’ en este aspecto y siempre me gusta llegar con tiempo a los medios de transporte. De modo que paré un taxi y me subí a él.
Es muy habitual que los taxistas que te llevan a estaciones o aeropuertos te pregunten por tu destino, imagino que con eso, sus mentes también viajan por un momento. Reconozco que a veces no he querido revelar mi vida privada a un desconocido y he dicho el primer destino (creíble) que se me ha pasado por la cabeza. Pero después de la puñalada que había recibido ayer, dije con la boca bien grande “a Barcelona”. Bueno, en qué momento dije Barcelona. Seguro que a ese hombre le dicen que va a ser abuelo y no se emociona más. Casi se le saltaban las lágrimas. Ahora, a punto de jubilarse, si es que no lo estaba ya… vivía en Zaragoza, su ciudad natal, pero había estado muchos años trabajando en Barcelona y área del Vallés y el hombre se emocionaba al recordarlo. Que todos le habían tratado muy bien, que sus compañeros le habían acogido muy bien, que en las reuniones sus compañeros hablaban castellano por él y él se negó porque quería participar de su cultura… vaya, le sobraban argumentos para alabar a los catalanes con los que se había encontrado en su camino. Regresé en el tren con una sonrisa en mi cara.
Increíble. En 48 horas había experimentado en mi propia persona los sinsabores y las alegrías que inspiramos algunos catalanes por el mundo.
Y lo más curioso del caso es que no pienso que se trate de catalanes, ni de andaluces ni de helvéticos. Se trata de sentimientos, de emociones y, por mucho que cueste creer, de inteligencia, de ida y de vuelta.

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